El Camino de las Gracioseras o como las mujeres que trasladaban el pescado mantuvieron viva a una isla

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“Bajar el risco” es una expresión fácilmente audible durante todo el año en Lanzarote, pero que resuena con más fuerza los meses de verano donde el tiempo de ocio apremia a casi todos por igual. La visión panorámica que ofrece el Risco de Famara, plácido desde cualquier chiringo de La Caleta, se transforma en plano contrapicado cuando se inicia el descenso para disfrutar de la quietud serena de su playa.

A esta ruta, que camina sobre material de desecho volcánico y que dirige a una de las playas más tranquilas de la isla, se le conoce también como el “Camino de las Gracioseras”. La necesidad de las familias que vivían en La Graciosa obligaba a afilar su instituto de supervivencia, sin importar el esfuerzo que eso supusiera. Una de las razones por las que la octava isla canaria pudo romper las cadenas de su aislamiento (el físico y el otorgado por la triple insularidad) se debe al camino que emprendían diariamente las mujeres de la isla trasladando en sus cabezas las capturas de pescado.

Al igual que hoy bajar el risco en cholas es una mala decisión, cuentan que las gracioseras lo subían y descendían descalzas para no dañar sus alpargatas con las piedras que adornan, cada día en una disposición distinta, el camino. Los más antiguos narran que emprendían la aventura de madrugada: primero tenían que cruzar ‘el Río’, las más de las veces en chalana; luego subir haciendo equilibrios circenses en sus testas con cestas que rondaban los 30 kilos; una vez arriba, debían redirigir todo ese pescado fresco a los diversos pagos de Lanzarote; finalmente, deshacer el camino hecho y llegar a casa.

Subsistir en La Graciosa debió ser una tarea titánica. Un paraje, aún hoy, extremadamente bello pero yermo para cualquier tipo de cultivo y alejado de todo a pesar de estar al lado de Lanzarote, que también estaba alejado de todo. Sin embargo, el aislamiento ha hecho que históricamente los canarios supieran sacar partido a lo que las condiciones climatológicas, pobremente, les regalaba. Ahora, el sol y el calor es una bendición para los popes del desarrollismo turístico, pero las escasas lluvias y la sequía supusieron que los lanzaroteños y gracioseros se graduaran en ingeniería agrícola y pesquera mucho antes de que sus bisnietos y tataranietos pudieran estudiar, de manera más cómoda, esa carrera.

Al menos, las condiciones marítimas del Atlántico alrededor del Archipiélago Chinijo hacía circundar en La Graciosa buen pescado para freír y para sancochar: viejas, doradas, sargos, medregales… Más allá del pescado (y de esa luz que llena de oro sus protuberancias) en La Graciosa no había nada. Y gracias al producto del mar y al tesón de las gracioseras, la isla y sus habitantes pudieron sobrevivir hasta nuestros días.

La herida abierta entre La Graciosa y el resto del mundo fue cosida, a modo de metáfora, por el hilo con que cada día intentaba unir su isla y la de al lado. En el argot ciclista, La Graciosa vivió “haciendo la goma” intentando no descolgarse de un pelotón que parecía que iba más rápido que ellas.

Aguardaban su llegada en Máguez, Ye, Guinate o Haría, donde tocaban puerta a puerta para intercambiar el pescado del día por carne, papas, millo o gofio que a la vuelta debían transportar también risco abajo. En ocasiones, incluso se traían de la isla grande ropa o ajuar para la casa.

Al igual que la ida, la vuelta también la realizaban a oscuras. Desandar lo andado para volver a andarlo al día siguiente. Llegaban a casa con el tiempo justo para preparar la cena a sus maridos, que entre viajes a Lanzarote para llevarlas y buscarlas se habían pasado el día entero en la mar faenando. En la Playa del Risco aguardaban ellas con las tegalas encendidas. Así sus maridos sabían que ya esperaban en la orilla.

Este sendero no fue solo la ruta por la que La Graciosa se abría al comercio sino la autopista que la conectaba con el mundo en sus quehaceres diarios. Subiendo el risco un graciosero visitaba al médico, se casaba o incluso era enterrado, obligando a sus familias a cargar el féretro risco arriba. A partir de 1950 esta función de la ruta empezó a caer en desuso, pues la puesta en funcionamiento de las salinas, el pastoreo y las mejoras de las comunicaciones marítimas hicieron poco a poco la vida de La Graciosa más fácil. Hoy el sendero sigue vivo para todos aquellos que se animan admirar el risco desde abajo, a “bajar el risco”, a revivir, en definitiva, el “Camino de las Gracioseras”.

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